miércoles, 8 de abril de 2009

El libro de los amores ridículos - Milán Kundera

Elogio de la amistad

Volvimos al parque. Una vez más observamos las parejas de chicas sentadas en los bancos; incluso había casos en los que alguna de las muchachas era guapa; pero nunca era guapa también su vecina.

—Esto responde a una especie de curioso principio —le dije a Martin—, la mujer fea espera lograr algo del esplendor de su amiga más guapa; la amiga guapa, a su vez, espera reflejarse con mayor esplendor si la fea le sirve de telón de fondo; de ahí se desprende que nuestra amistad se vea sometida a continuas pruebas. Y yo aprecio precisamente que nunca dejemos la elección al desarrollo de los acontecimientos o, incluso, a la competición mutua; entre nosotros la elección siempre es cosa de amabilidad; nos ofrecemos la chica más bonita como dos señores pasados de moda que nunca pueden entrar a un sitio por la misma puerta, porque no están dispuestos a admitir que uno de ellos entre primero.

—Sí —dijo Martin emocionado—. Eres un amigo estupendo. Ven, vamos a sentarnos un rato, me duelen los pies.

Así que nos sentamos agradablemente reclinados, con la cara expuesta a los rayos del sol, dejando que el mundo diese vueltas alrededor de nosotros sin prestarle atención.

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